Todo es posible – Informe de Sebastiano, voluntario de Italia

Autor: Sebastiano Santoro. Voluntario del SCI en Consciente


Antes de partir por mi LTV (Long Term Volunteering) tuve un remolino confuso de ideas y motivaciones que volteaba en mi cabeza, pero a quien me hacía la usual pregunta ¿qué te empuja a partir? siempre contesté cáustico y monocorde, como aquellas voces registrada de operadores telefónicos, las mismas dos cosas: que la cooperación internacional fue el argumento de mi tesis de licenciatura y me habría gustado profundizar principalmente el conocimiento del sector con una experiencia en vivo.

La fecha de salida se acercaba y en aquel remolino confuso empecé a ver alguna imagen más nítida, alguna forma bien distinguida que fuera más allá de la usual cantinela; y los dos días de capacitación en Roma con el Servicio Civil Internacional me han ayudado a desenredar esta maraña. Conocer otros jóvenes procedentes de toda Italia que, como yo, estaban a punto de partir, confrontarse con sus miedos y expectativas y escuchar los cuentos de aquéllos que, en cambio, apenas acababan de volver de un workcamps (una tipo de voluntariado del SCI también), ha hecho luz sobre lo que tenía dentro de mí.

Partir para hacer voluntariado, más allá de todas las razones prácticas, es una decisión muy íntima. Nace de la intolerancia por algo, del deseo de fuga hacia otro rincón del mundo, de la búsqueda de otro lugar dónde todo parece tener un poquito más sentido.
Todos escapabamos de algo. Había alguien al que le apetecía viajar y a perderse por los continentes y ahora quería probar una experiencia nueva y meterse al servicio de los demás; quien, mayor de edad, con un trabajo en el banco y familia, decidía sacudirse de encima las cargas cotidianas y partir; quien era todavía demasiado joven e inseguro; quien escapaba simplemente de un amor terminado, peor si terminado mal, o quien escapaba del inmovilismo de un pequeño pueblecito de provincia.
Todos con una exigencia de cambio, de vida y de movimiento.

En cuanto a mí, he entendido que alrededor de esta elección orbitaron también motivaciones casi impensables y aparentemente inconexas. Dos en particular.
De un lado, las palabras de un viejo profesor de los últimos años de secondary school. Para comprender el tipo, fue uno de aquellos profesores que cuando se enfadaba eran apuros, pero al mismo tiempo fue uno de aquéllos que cuando te veía en dificultad al examen para aliviar la presión te preguntaba la nacionalidad de Maradona, el futbolista. A sus ojos era el alumno intocable: el diligente que nunca se equivoca, también cuando está abiertamente en error. Un día me confió que su proyecto, una vez en jubilación, era juntar un poco de dinero, tomar un barco y partir hacia la América central, Guatemala Honduras y El Salvador, no hacía diferencia por él, y una vez llegado allí comprar una pequeña casa sobre el mar, echarse a pescar y gozarse la jubilación bajo el calor de los trópicos. Contó anécdotas divertidas sobre las personas de estos lugares conocidas durante viajes anteriores, sobre cuánto fueran «buenas, auténticas y solidarios mutuamente», engastandolo como en un mosaico y trazando un perfil mágico y fascinador de esta lengua de tierra y las personas que la habitan. Quedé embrujado por buena parte de la adolescencia de sus palabras y de sus cuentos.

Del otro lado, la imagen de una planta: la bouganvilla. Cuando era niño crecía alta y lozana en la casa al mar, donde iba con mi familia todos los veranos . Me parecía estupenda, con sus pétalos de un morado encendido, y que cuando caían al suelo me acuerdo que se formaba como una alfombra suave. Me gustaba caminar entre esos pétalos, aunque pronto llegaba mi madre, atenta al orden y a la limpieza, y siempre los barría. Un día, hace muchos años, la cortaron para hacer espacio a un ficus y de ella sólo queda un recuerdo. Ahora bien, creciendo he descubierto que esta especie es originaria de América latina; de allí ha sido tomada y trasplantada sucesivamente hasta aquí, en Europa, por mano de un botánico francés que la estudiaba. Ir a América latina, poder volver a ver aquellos colores encendidos, oler su perfume y caminar sobre los pétalos caídos al suelo, fue como cumplir deseos escondidos que tuve desde hace tiempo. Como si tuviera la ilusión que este gesto pudiera anular la distancia temporal entre el niño que fui y el hombre que ahora soy.

En fin mis motivaciones eran varias, algunas muy íntimas, y también me daba vergüenza confesarlas a mis colegas, pero de hecho después de la capacitación con el SCI, tenía las ideas un poquito más claras y aún más estaba convencido en partir y emprender esta nueva experiencia. ¿Dónde? En América latina; no tenía preferencias en la elección del país pero prefería el Centro América. Analizando las propuestas del SCI al final elegí un proyecto en El Salvador, efectivamente, en San Francisco Gotera, la capital del departamento de Morazán, uno de los más pobres del país y teatro de choques entre la guerrilla y el ejército regular en la reciente guerra civil de los años ochenta.

Antes de partir, El Salvador para mí era un nombre confuso, tampoco sabía cómo pronunciarlo: ¿debo de poner la tilde en la penúltima o en la última sílaba? Un nombre que asocié básicamente con tres cosas: el país con la más alta estadística de homicidios diarios al mundo, afectado por el morbo de las pandillas criminales; uno de los países originarios de la bouganvilla (que allí llaman en realidad veranera en honor a la temporada en la que florece) y un país donde la gente es «buena, solidaria y auténtica”.
Eso era todo lo que sabía, nada más: indudablemente poco y bastante contradictorio, y os dejo imaginar los comentarios a casa sobre el primer punto. El deseo de partir era fuerte y también estaba movido por una obstinada voluntad de profundizar el asunto – ¿El Salvador es sólo violencia y criminalidad? – y juzgar las cosas con mis ojos, no confiando sólo a las estadísticas que circulan en los periódicos y en internet. Ahora que he vuelto a Italia, después de cinco meses de voluntariado, me siento más «pesado» y no es sólo la balanza que me lo dice. He entendido cuánto puede estar escondida y ser profunda y rica de agradables sorpresas la realidad de un país tan pequeño (la superficie total de El Salvador no llega al tamaño de la región italiana Emilia Romagna). Un país al mismo tiempo tan complejo y con mil almas, aunque solo llegue a la atención extranjera la imagen negativa. Un país que he empezado a conocer, apreciando sus contradicciones porque <<todo es posible en un país como éste que entre otras cosas, tiene el nombre más risible del mundo: cualquiera diría que se trata de un hospital o de un remolcador>> (como dice Roque Dalton, el poeta salvadoreño más conocido) rico de historia, cultura y humanidad, que me ha adoptado, literalmente.

He tocado con mano algunos objetivos imprescindibles de la Agenda 2030 por el desarrollo sostenible, encontrando el modo, después de muchas teorías estudiadas en la universidad, de salir de los libros y dar un rostro concreto y una historia personal a algunas de sus problemáticas.

Si por ejemplo pienso en el primer objetivo, «Poner fin a la pobreza en todo el mundo»,  recuerdo el gris que cubría las paredes de las casas en los barrios pobres en Guatajiagua, Cacaopera o Gotera. He dormido en casa de personas buenas como el pan (o por El Salvador iría mejor la comparación con la tortilla), auténticas y puras como el agua, pero obligadas a vivir en chabolas con frágiles techos de tejas o láminas de hierro. Sin adecuadas condiciones higiénicas, sin los servicios sanitarios y hídricos esenciales y con familias numerosas apiñadas en pocos metros cuadrados. Esta falta material pero choca con su inmensa hospitalidad, una virtud antigua que aloja donde hay humildad y curiosidad de conocer al extranjero. Una hospitalidad tal que me hizo olvidar la lejanía de casa; hecha de cosas pequeñas: de comida compartida y de esfuerzos comunes para extraer el barro negro (típica producción artesanal de cerámica del pequeño pueblecito de Guatajiagua) o para recoger el agua del pozo; hecha de sonrisas simples cuando te despiertas por la mañana; de abrazos fraternos y de preciosos regalos cuando tienes que despedirte. Pequeños gestos pero que te amplían paulatinamente las paredes del corazón. Siempre he pensado que la casa no es sólo un aglomerado de cemento, agua y ladrillos pero hay algo más: un modo de ser, una sensación de seguridad, una forma de amor, es cierto.

El objetivo número 4 (de la Agenda 2030 por el desarrollo sostenible), «Educación de calidad», tiene el rostro de cada miembro del equipo de «Consciente», la ONG en la que he estado estos cinco meses, y de la infinidad de personas que la orbitan alrededor. La educación es un instrumento importante para permitir el desarrollo de un país y Consciente tiene un sueño ambicioso: plasmar una educación más participativa, crítica y creativa en un departamento, aquel de Morazán, donde el nivel cualitativo es bajo, y además jóvenes están obligados a dejar los estudios por razones económicas antes de acabar la escuela primaria o la escuela secundaria. Con este propósito, la organización ha ideado, junto con un equipo suizo, una serie de proyectos enfocados en la concesión de becas, en  la enseñanza innovativa de la matemáticas, y mucho más. El universo de jóvenes que benefician de estos proyectos es infinito, cada uno de ellos tiene una historia personal difícil pero también el sueño de terminar los estudios para dibujar un futuro mejor para ellos, para la familia y para el país entero, porque – como alguien del equipo Consciente una vez me dijo – «la educación no cambia el mundo, pero cambia las personas que un día cambiarán el mundo”. Pero el objetivo número 4 también tendrá la cara de los chicos y las chicas que han participado al pequeño curso de lengua italiana que he desarrollado personalmente en la sede de la ONG. El curso se ha transformado en un espacio de aprendizaje, de circulación de ideas y de pensamientos generales, donde hemos estudiado algunas reglas básicas de la lengua; hemos cantado a tope (con considerable desaprobación de los vecinos) canciones italianas; nos hemos emocionados viendo la película «La vida es bella» – y se me heló la sangre cuando me preguntaron si era verdad que, en Italia en aquellos años, la retórica política hablaba de hombres en términos de razas, como se hace allí con los animales – y hemos cocinado la receta romana de la Carbonara y preparado el café espresso napolitano.

Por último, tuve ocasión de vivir en persona la importancia del objetivo número 5: la «igualdad de género», es el sueño incumplido de muchas mujeres que han sufrido violencia física y psicológica, que han sido violadas o acosadas verbalmente, o de las a que han negado el derecho al estudio. Mujeres que luchan contra un sistema que amarra sus alas desde la infancia. Fue con ellas que compartí la marcha del 25 noviembre, el Día Mundial de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, para reclamar derechos e igualdad de trato. Un lugar especial en mis recuerdos es la expresión contraída en una mueca: dolor y liberación, los ojos oscuros, enrojecidos e hinchados de lágrimas. Era Imelda Cortez, justo fuera de la sala del tribunal donde finalmente fue absuelta de la acusación de intento de asesinato infantil. La historia de Imelda, una chica de 21 años, se ha convertido en el símbolo de la lucha feminista salvadoreña. Abusada sexualmente por su padrastro durante diez años, quedó embarazada con diecisiete años y decidió seguir adelante con su embarazo, sin dejar los estudios y trabajo. Llevaba ocho meses de embarazo cuando un día, de repente, los dolores, el nacimiento espontáneo en el piso sucio de la choza donde vive, el cordón umbilical roto, la pérdida de sangre y la loca prisa de llegar al hospital. Ahì milagrosamente se salvó la joven mujer. Desde luego la llamada de los médicos a la policía, alarmados de estar involucrados en el crimen del aborto, que en El Salvador es un crimen equivalente a un homicidio. Comienza el asunto judicial. Imelda fue amenazada por su padrastro mientras estaba hospitalizada y se vió obligada a cumplir 18 meses de prisión preventiva en una de las peores cárceles del país. Pero la pesadilla se acabó: fue absuelta a mediados de diciembre gracias a las protestas de las ONG locales (incluyendo Consciente) y la Comisión de Derechos Humanos de la ONU. Su rostro contraído, visto en el rodaje de la televisión local, pero también en los artículos de periódicos internacionales, y su historia representan la mayor lección de feminismo que he recibido hasta ahora.

En definitiva, la belleza del voluntariado son precisamente los recuerdos que llevas contigo: cada día tiene mayor densidad y cuando regresé, en el avión por primera vez, sentí con un peso de eventos y experiencias que difícilmente se pueden manejar. Estaba conmovido y mi alma estaba particularmente febril y porosa, de modo que cada pequeña vibración emocional se conviertía en una sensación repentina que ruge por todo el cuerpo y llega hasta los huesos.

Y no importa si no sabía cómo manejar el idioma local de la mejor manera posible; no importa si cuando hablaba con alguien de mi cultura, de la manera en que veo el mundo y de la realidad que me rodeaba, la mayoría sólo conocía la pizza, la mafia y Juventus.

Porque hay algo más y en estos cinco meses lo he aprendido. Hay algo en común que no se puede explicar, sino que sólo se puede «sentir».

Durante días he tarareado con amigos el estribillo de una canción que hace «yo no soy de aquí pero tú tampoco, de ningún lado del todos, de todos lados un poco»; he creado lazos fraternos con infinitas de personas diferentes; he compartido ideas y pensamientos sobre el mundo; he discutido sobre política bebiendo vino chileno, contado la historia de Rómulo y Remo a un curioso verdulero, he conocido a un ex agente de la CIA que me contó sobre las atrocidades cometidas durante la guerra por los militares; escuché confidencias íntimas, tan íntimas que causan lágrimas sinceras; leí por primera vez versículos de la Biblia con una linda familia de evangelistas; escuché la melodía asmática de una guitarra que no tenía una cuerda, sentado en círculo, en silencio religioso y bajo un cielo salpicado de una manta de estrellas; tomé lecciones de un sabio kakawira, el habitante de un pequeño pueblo indígena del norte de Morazán; compartí la mesa y la buena comida; dormí en la misma cama o en la misma hamaca; vi amaneceres impresionantes y puestas de sol conmovedoras; leí el dolor presente bajo el trazo entre las arrugas de los rostros de los habitantes de El Mozote mientras conmemoraban los veintisiete años de la masacre de la guerra civil que aniquiló a toda la población del pequeño pueblo y cuya cantidad de víctimas, la mayoría niños, todavía indefinida; pasé la medianoche del 31 de diciembre en movimiento, zigzagueando a través de los triquitraque que la gente lanzaba a la calle para celebrar el año nuevo y admirando las casas del centro de Gotera iluminadas por los colores de los fuegos artificiales; viajé en coche durante 18 horas para recibir un paquete de Italia (que entonces, por razones burocráticas, nunca recibí) pero que me permitió descubrir a un amigo; celebré mi cumpleaños en la playa Los Cobanos, haciendo castillos de arena y escuchando el mar que por la noche ondula bajo el efecto de la marea; visité una cueva con escrituras rupestres de más de 10 mil años de antigüedad llamada «la Capilla Sixtina del pueblo kakawira»….

Hice esto y muchas otras cosas, podría llenar un libro entero con ellas. Regresando a mi casa puede ser que fui triste, lo admito, pero siempre ganará la alegría por haber tenido la suerte de poder vivir experiencias como estas, que se han asentado en mi interior, sobreponiéndose cada vez: pero no como ropa, la ropa se puede cambiar y te pones otra cosa, El Salvador está pegado a mi piel, con tinta indeleble, como un tatuaje.

En conclusión, tres cosas.

El profesor no pudo realizar su sueño: la muerte lo sorprendió un año después de su ansiado retiro, pero puedo admitirlo porque lo he visto con mis ojos: tenía mucha razón sobre los salvadoreños.

Y no, volver a oler la buganvilla y poder verla crecer de forma salvaje me alivió un poco, pero no anuló la distancia: puedo numerar los años en mi interior. Era sólo una dulce ilusión.

Y finalmente, tendría que contestar a la pregunta ¿El Salvador es sólo violencia y crimen?, pero la respuesta podéis imaginarla.

Autor: Sebastiano Santoro. Voluntario del SCI en Consciente